Pablo Carvajal
Escritor, artista visual, músico y psicólogo de la Universidad de Valparaíso.
Como escritor en el género de la poesía ha publicado los libros El montaje imposible (2001), Puta Poesía – audio libro -(2004), Esquizolud –fragmento , audio libro- (2009) y Ronda – libro álbum en colaboración con la ilustradora Sol Díaz (2010). En esta misma línea ha participado en antologías literarias en Chile, Argentina y Alemania.
En el género de narrativa publicó el libro Cuentos (2008).
Su trabajo literario ha obtenido diversos reconocimientos a nivel regional, nacional e internacional. El año 2006 obtiene la Beca de Creación Literaria del Fondo del Libro para finalizar el libro de poemas Esquizolud.  Trabaja escribiendo textos para niños para editorial Caligráfix desde el 2013 a la fecha.
Entre sus premios recientes se cuentan el Primer Premio Concurso Literario Rancagua Simplemente 2017, categoría adulto y el Primer Premio en Primer Concurso de Poesía Krelia 2018, España con el libro Edificios de Palabras, el cual será publicado durante el 2019. También fue seleccionado el 2018 en Letra y Música 2, II Certamen de relatos cortos y poesía con fondo sonoro, Palencia, España y colabora como escritor en la revista Mocha de Concepción, edición N° 27 dedicada a la música.
Como artista visual trabaja en dibujo y pintura. Ha realizado las exposiciones individuales Esquirlas (1998), Pinturas (2003), Retratos de Poetas (2011), Skaters de Pichilemu (2013), Dibujos y Pinturas (2016), Infancia (2016) y Dibujos y Pinturas 2 (2018). Participa en las exposiciones colectivas Artistas de Pichilemu en Centro Cultural Ross de Pichilemu (2013-2017), 2° Concurso Derechos humanos e Infancia de Corporación Paicabí, Viña del Mar (2015) y Transforma, El poder de la Palabra en Corporación Cultural de Providencia (2017).
Ha ilustrado los libros La ventana del poeta (2001), Cordelizando a poesía (2002) y Antología Regional de Poesía (2010).

El Cofre

Las costas del país recibían distintos climas y la población se orientaba, entre ellos y los Andes, como ante una viga infinita.
En el océano acababa de sumergirse una guerra. Así, los barcos que ya no venían a disparar, pasaban por altamar.
Como con dinamita el mar se comía a las playas de arena ploma, y a su vez, como cayendo de algún cielo, la mar se devolvía.
Pescadores que no podían ser comerciantes, procreaban para serlo.
Junto al primer puente llegó el adobe, vidrios, tablas, clavos, una carta, una pesa, y personas que entraron a la casa recién hecha y sin vecinos.
Las venas azules en la frente pálida del pelirrojo recién nacido bautizaron las manos de la pareja y las familias tuvieron al primer abuelo que comenzó a pasearse por el naciente pueblo, acompañado por un perro negro.
Ella -quien me contó esta historia- haciéndole caso a su madre estaba en la playa con sus hermanos, recogiendo los restos de un barco muerto en guerra, que las olas habían dejado sobre la orilla del mar y que el sol había ido secando para que estos niños los llevaran a casa como leña.
Eran cuatro hermanos. Dos hombres y dos mujeres, que en una de sus búsquedas hallaron entre la madera esparcida por la playa, un cofre de terciopelo verde. Uno de ellos, al verlo, botó la leña que llevaba y cogió con sus dedos recolectores el tesoro.
-¡Un cofre, Eliana, un cofre!
Los demás se acercaron.
-¿Qué tendrá adentro?
-Debe de ser de alguien - dijo uno de los pequeños.
El cofre llevaba bisagras doradas y una cerradura que botó arena. Uno de ellos propuso llevarlo a casa y entregárselo a su madre.
Así la hermandad salió de la playa cruzando por el atajo de los pinos, sin detenerse, como otras veces, a mirar los nidos escondidos en las ramas.
Los ojos de los hermanos brillaron al entrar a la casa y entregar el cofre a la madre.
La madre les dio sopa y se volteó hacia una despensa con estantes. La mujer (que tenía ojos verdes) frente a una ventana que dejaba entrar la luz del cielo estrellado, abrió el cofre.
Recordó sus ojos, vio su color encadenado por un rayo de sol, en el interior del cofre, resplandecía un collar con círculos suaves y brillantes. Otro collar, como un lánguido espiral amarillo, surcaba un brazalete de piedrecillas. Anillos, como bolitas aprisionadas entre bolitas, recibían cada una de las estrellas que había en el cielo de Pichilemu.
La mujer no se encandiló y en su cocina esperó, sentada en un piso de paja, que los niños terminaran.
Les dijo:
- Abríguense porque vamos a ir donde una señora.
Salieron. El terreno del naciente pueblo era irregular, peligroso, así que todos caminaron de la mano.
La mujer recordó que hace algunas semanas, junto a muchas primeras cosas que habían llegado al pueblo, alguien había entrado a robar a la casa de un rico. Los negocios, las conversaciones y hasta los caminos solos surcados por algún antiguo borracho fueron invadidos por la búsqueda del gañán. Era mucho dinero.
Por eso, de noche, la familia llegó a una mansión. Un cochero uniformado fumaba su pipa. Los caballos eran blancos. Avanzaron y en el frontis un hombre viejo, uniformado, les preguntó dónde iban y qué querían.
Quiero hablar con la señora - dijo la mujer.
Ninguno de los niños se soltaba de las manos, y uno de ellos miraba árboles que nunca había visto. El portero demoró mucho en dar una respuesta, y en la mansión, por primera vez, los hermanos vieron a una persona tener que ir a preguntarle a otra persona que le preguntaba a otra persona por una persona. Los faroles parecían gritos encarcelados en fila, en un pasillo con sofás vacíos y cuadros que nadie admiraba.
La buscada señora salió pero no bajó los escalones, dos peldaños. La noche comenzaba a ser joven.
La madre se movió encadenada a sus hijos. Desde el suelo dijo:
- Señora, mis hijos han encontrado este cofre en la playa. He escuchado que a ustedes les han robado, y supuse que las joyas que hay en él podrían ser las suyas.
La señora, desde el pasillo dijo:
- Gracias
Y cerró la puerta llevándose el cofre.
La familia, de la mano, abandonó la mansión justo cuando un coche con cuatro caballos entraba al jardín.
Y en la noche joven extraños árboles entregaban guarida a los hambrientos roedores. Caminaron de vuelta a casa, por el camino peligroso, con fe en el silencio y en la espera, mientras el pueblo crecía como el pelo de un niño.
Al entrar a la casa, los cansados niños entraron a una laguna verde en la que nadar era fácil, en una laguna verde en la que podían soltarse de las manos, en un tibio juego para ponerle cosas a los nombres, en una sopa verde y un poco de leche en la cual la noche era vieja y respondedora de todas sus preguntas.
Esa laguna verde eran los dos ojos de la madre que miró a cada uno de sus hijos quedarse dormidos.
Y en el joven pueblo un antiguo borracho busca la casa en la que vive una laguna verde y cuatro pececitos.