Jueves, 21, Nov, 4:40 AM

Fuente: www.pichilemunews.cl – 23.01.2022
- La “Piedra del Pelambre”, los artistas, el Correo, el Café “Caribe” y sus momentos de gloria. Para mucha juventud también fue un lugar inolvidable. Con la invitación a ver los “destellos” del Faro de Topocalma -a casi 50 kilómetros en línea recta al norte- surgió más de un pololeo. Verdad: Desde ahí se veían los destellos; pero también las “estrellas y el universo entero”, confesó alguien alguna vez ….

Para quienes frisamos los 60 y más, ese recuerdo del Pichilemu de antaño aún está presente, aunque era un reducto visitado principalmente por personas de la tercera edad. Un espacio eriazo -una manzana entera- bajando a la playa al costado izquierdo de la principal Avenida del balneario, que hasta los años '60 permaneció como tal, donde su característica principal lo constituía un promontorio denominado la “Piedra del Pelambre”.
No era “una piedra ...” propiamente tal, sino un montículo de arenisca de unos 20 metros de largo por calle Federico Errázuriz y unos 6 metros de ancho, con un poco de 2 metros de altura. Por la calle Errázuriz (lado oriente) era un frontón de difícil acceso, no así por el lado poniente, que tenía como dos o tres especies de escalones, que permitía sentarse ahí y o acceder a la cima donde pegaba fuerte el viento. No así, a quienes por la tarde, solían frecuentarlo y se sentaban en sus escalones más abajo …
En su mayoría mujeres hospedadas en hoteles, residenciales, pensiones, llegaban hasta ahí, a pasar la tarde. Ya tejiendo, y sobre todo, conversando y contemplando el panorama marino frente a la playa principal.

Pelambre
¿De dónde provino el nombre de esa piedra?
Por mucho tiempo ello constituyó un misterio. Las mismas mujeres que llegaban al balneario por primera vez y que oían del nombre la “Piedra del Pelambre” se preguntaban el por qué ese nombre.
Lo fueron entendiendo poco a poco, al concurrir allí con sus familiares y amigas, donde sin poder comentar de las noticias de la ciudad, el tema recurrente era la familia que se sienta en el comedor más allá, o más acá, cerca de la ventana, o al lado de la puerta. O donde el esposo era notoriamente de más edad que la señora. O la que vestía ligeramente el vestido más corto, o demasiado rebajado en el escote.
¿Te fijaste como esa chica mira al esposo de esa pobre mujer que está más ocupada de sus niños que de nada? ¿Supiste que ese matrimonio fue anoche a bailar a la Pista Municipal y llegaron de madrugada haciendo escándalo? ¿Hum, esa jovencita de la pieza 11 es muy desvergonzada y mira mucho a nuestro vecino? Esta juventud nuevamente están organizando una fogata en la playa, quizás que cosas pueden pasar …
Sin saber el tenor de las numerosas conversaciones que se sucedían en esas horas tras el almuerzo en sus respectivos establecimientos, muchas veces siendo niños imberbes -el suscrito y al menos el hermano que me seguía en edad- junto al Peyuco (conocido en su juventud como el Chorero y el Lumumba), a su hermana Carmen y si mal no recuerdo, hasta su hermano menor -Fernando- fue parte de la “troupé” de artistas que, a pocos metros de la Piedra del Pelambre, nos tirábamos por la arema dándonos “vueltas cartulo”, mientras el público nos daba aplausos y tiraban pesos y chauchas como premios a nuestras gracias de niños.
Fernando, hoy suele situarse en Aníbal Pinto esquina de Ángel Gaete a vender “maletitas de cochayuyo” de souvenir.
Muchos años después, siendo adolescentes en tiempos de la llegada de las colonias escolares, cuando cada pichilemino quería “pincharse” alguna estudiante que llegaban desde los liceos de nuestra región en viaje y/o paseo de estudios de fin de año, la “Piedra del Pelambre” fue en más de una ocasión una alternativa para apartarse del grupo.
Unos con más suerte, bajaban con su pareja a la playa. Otros, llegaban hasta la Piedra del Pelambre con el pretexto de mostrarles desde ese lugar, en la oscuridad de la noche el “Faro de Topocalma”, cuyos destellos se veían a lo lejos -según el grado del pololeo en marcha- y, a veces a falta de destellos, estaban las estrellas, con suerte aparecía una fugaz. Hasta que ya no era necesario seguir buscándolas …., pues la polola se convertía en tu estrella.
No pocas veces, oímos -en los recuerdos de interminables caminatas de “punta a cabo” por las calles Ortúzar, Pinto y la actual Avenida Agustín Ross- sin nombrar a sus pololas de aquellas de viajes estudiantiles, que coincidiendo con noche de luna llena llegaron a la orilla de la playa y se atrevieron a mojar sus piececitos. E incluso, algunas, bañarse como diosas, desnudas sin importar la temperatura.
Para ser sinceros, no fuimos testigos de esta performance, pero si al intercambiar impresiones y recordar anécdotas, alguien contó que bajó a la playa con dos amigas. Nos dijo: “Estaba indeciso por quien jugarme porque ambas eran entretenidas, súper simpáticas, y físicamente muy completas. Una se ellas cuando notó que me había inclinado por su amiga se fue a la orilla de la playa. Se desnudó y zambulló un par de veces”.
¿Y qué pasó luego?, preguntamos …
“Yo y mi amiga cuando la vimos salir quedamos “más helados que ella”. Se vistió rápido y se fue a donde estaba de veraneo. Y mi “furtiva” conquista se levantó y la siguió a casa. No logré convencerla que la dejara y se quedara ….”.
¿Y posteriormente lograste saber qué detonó esa reacción?
“Sí. Pasaron varios días. Ello sucedió cuando su amiga se regresó antes donde residía. La invité a la Disco y entre baile y baile y tratando que me explicara el por qué, me dijo que había sido por mi elección en aquella noche. En otras palabras: De puro picada”.

Chapuzón
Nunca como ese recuerdo, pero en pleno día -un 25 de diciembre- cuando un monumento de mujer apareció por la tarde en la playa “La Terraza” repleta de juventud. Una pichanga de decenas de pichileminos que “al gol” la sacaba de escena, mientras ingresaba otra oncena, quedó ¡ipso facto! virtualmente paralizada y expectante cuando desde un auto bajó una tremenda lola. En estricto rigor era más que una lola. Digamos una mujer de unos 23 años. Se dirigió directo a la playa, con paso resuelto y luciendo un bikini blanco, cuando estas prendas recién estaban apareciendo en las playas pichileminas….

Decía, se fue abriendo paso entre los grupos y familias que estaban con niños de todas las edades. Parecía una gacela, como en cámara lenta. Muchos no querían creer lo que estaban viendo. Pese a ello, unos querían que llegara al agua y se diera el chapuzón, pues parecía resuelta a ello. En tanto otros, querían seguir viéndola, quizás esperando ver algo más en su felina carrera que emprendió ya en la arena mojada, pero no …
Fue el primer deseo. Si, de quienes querían ver ingresar al agua su esbelta figura de casi 1,70 metros (y sin exagerar casi de medidas perfectas) que se mojara totalmente.

¿Cómo explicarlo?
Aunque esto fue hacia finales de los '60, al recordar esa escena, es como volver a ver salir a Silvana Suárez (*) en aquel mítico spot de Cachantún (de finales de los '70). ¡¡Eso!! Emergía del agua como una diosa, exuberante, sonriente, expeliendo gotas de agua salada, pero que uno imaginaba, manaban de un manantial …
Pero volviendo a la escena playera que vimos y que recordaba, cuando finalmente salió esta creatura de carne y hueso que estaba a metros de nuestros ojos, vimos a esta muchacha desesperada buscando, entre el oleaje y espumas, su brassiere blanco. De pronto, chapoteaba en un intento de encontrarlo desesperadamente, olvidando su busto desnudo. Y de tanto en tanto intentaba cubrirse con un brazo u otro hasta que un bañista se le acercó y se lo entregó en sus manos. Cuántos no quisimos estar en su lugar ...
Y, si bien en momentos -que quizás para ella fueron una eternidad- se veía perturbada por el chascarro, ya con el brassiere en sus manos, lentamente se lo acomodó y salió del agua con total aplomo. Era como si en ese momento estuviera en una playa solitaria en el fin del mundo; y así se dirigió al auto desde el cual había descendido, quizás en busca de una toalla y abrigarse, o para encender un cigarrillo.
Luego de eso, todos quienes minutos antes participaban de la entretenida pichancha se olvidaron del juego. Y casi -como poniéndose de acuerdo- no reanudaron el juego, sino corrieron a la orilla y se sumergieron: unos de piquero, otros más formales. Refrescarse era lo que correspondía después de haber presenciado, inesperadamente, tamaño espectáculo ….
Para algunos fue el mejor “regalo de Navidad”. Imborrable para mi, ya que los detalles salieron como si fuera ayer ….

El “Caribe” y el Correo
En ese tiempo, primeros años de la década del '50, nuestros padres arrendaban el local de Avenida Ortúzar esquina de Federico Errázuriz en la casa que pertenecía a la familia López, de Curicó. Justo donde hoy esta situada la Casa Verde.
Antes, primeros años del '50 se ubicó ahí la Fuente de Soda y Café “Caribe” -con la franquicia del café de esa marca- y donde además se vendían jugos naturales, leches con plátano, maltas con huevo, churrascos, carne mechada, tostadas, onces completas, helados artesanales. Por casi diez años fue el único local de ese tipo que atendió en el balneario.
Inmediatamente al lado, en la misma propiedad, funcionaba la Oficina de Correos y Telégrafos.
En esos años, el tren expreso y el tren ordinario llegaban alrededor de las 15 horas y 16.30 horas, respectivamente, a la estación pichilemina. Y, siendo las cartas y telegramas el único medio de conocer noticias familiares, todos los días de la semana se juntaba público que rebasaba el local esperando que las cartas recepcionadas se chequearan; y luego un funcionario las gritaba a viva voz y entregándola en el momento a quienes estaban ahí a su espera. En tanto, con las rezagadas que no eran retiradas en el momento, se hacía un listado posterior que se pegaba para su lectura posterior de los interesados.
Mientras el público esperaba la lectura de las cartas, el olor a tostadas, los sandwichs de carne mechada, queso caliente que provenía del local del lado invadía el ambiente. Y no pocos se rendían a esa “invitación” y esperaban tomando sus onces mientras llegaba esa ansiada carta, el telegrama o el giro prometido.

Helados artesanales
Pero la oferta no era solo esa, sino los cremosos y deliciosos helados artesanales que en barquillos o vasitos eran peleados por el público y que esperaban saliera la producción del sabor preferido.
En esas fechas no eran más de tres los heladeros que había en el balneario: Luis Pavez Ortiz, Guillermo Hernández y el Café Caribe que los preparaba en forma exclusiva para sus clientes.
El primero de ellos empezó haciendo sus helados en la casa familiar. Los fabricaba y luego él mismo los salía a vender en un carretón de mano donde llevaba el bote con helados, en medio de una vasija de madera que se rellenaba de hielo para que permanecieran sólidos en su recorrido por las calles pichileminas. Años después, más consolidado, se instaló con maquinaria más moderna en un local ubicado en Aníbal Pinto esquina de Ángel Gaete (donde hoy está la Amasandería “La Lela”) y, posteriormente, en la esquina de Avenida Ortúzar con Aníbal Pinto; hasta trasladarse definitivamente hasta Ángel Gaete donde construyó una Residencial (“San Luis”).
Ahí, como en los otros lugares, además de helados que se expedían en “barquillo”, hacía helados de agua y con leche. Llegó a tener a decenas de niños que salían a vender a la playa y calles del pueblo; hasta que se dedicó junto a su esposa e hijos a trabajar exclusivamente su residencial, la que hoy trabaja su única hija.
Por su parte, el segundo de ellos -Guillermo Hernández- fabricaba en su casa -que en los veranos se transformaba en la Residencial “Argentina”. Aparte de este establecimiento de temporada, tenía el Almacén “Tropezón” y -durante el invierno- mataba chanchos y junto con vender carne, fabricaba manteca, grasa y todos los subproductos: prietas, arrollados, perniles, costillares, queso de cabeza, los que comercializaba tanto en Pichilemu como en otras ciudades de la región. Luego regresaba con frutas y verduras, como de frutos del país.
Cabe señalar, que don Guillermo además, era distribuidor de Hielo, el que le era despachado por una fábrica y se lo enviaba vía ferrocarril.
En tanto los helados del Café Caribe se fabricaban en la parte de atrás de la propiedad de los López (familia curicana), donde estaban ahí -según recuerdo- dos familias que cuidaban: la familia Becerra Gaete (de don Manuel y doña Fidelisa) y de los Gutiérrez Álvarez (don Raúl y doña Rosita). Los mayores de ambas familias y nosotros más de una vez ayudamos a “limpiar” las paletas y botes de acero inoxidable con los restos de helados; antes que volviera rápidamente nuestro padre a lavar utensilios e implementos, para luego “cargar” los preparados y rellenar las cubas exteriores con hielo picado (había que partir el hielo que llegaba en barras desde Santiago). Luego tapar el hielo con sacos para evitar que -el movimiento del bote que giraba de acuerdo a la fuerza humana, a través de una manivela- botara el hielo de su lugar.
Al cabo de muchos giros y tiempo (para nosotros era una eternidad) el helado estaba listo para llevarlo al local y en un abrir y cerrar de ojos se vendían ….
Terminada la temporada, la “maquina” para fabricar helados, se trasladaba a la casa en la que residíamos. Por entonces, en calle O'Higgins esquina de José Joaquín Aguirre.
Estando solos en casa -junto a mi hermano Antonio- jugando en el patio de la casa en una tarde primaveral, de pronto sentimos que nuestras vecinas -las hermanas Álvarez Jorquera- nos llaman por el cerco divisorio para regalarnos una cesta de ciruelas que ellas mismas estaban sacando desde sus árboles. Las recibimos y agradecimos y de inmediato fuimos a lavarlas a una llave; cuando a uno de nosotros se nos ocurre. ¿Y por qué no hacemos helados de ciruela?
Por entonces, cinco o seis años de edad teníamos uno y otro, respectivamente …
Y sin pensarlo mucho nos fuimos donde estaba la “máquina” de helados. La destapamos y -sin saber cómo- uno de nosotros puso un puñado de ciruelas en el engranaje que mediante una manivela se hacía girar el bote de metal.

Ciruelas
La “fabricación del helado de ciruela” duró exactamente hasta que el engranaje me pilló un dedo, dejándome un corte de 2 ó 3 centímetros. Los gritos de dolor del accidentado hizo que nuestras vecinas nos auxiliaran, tomando al accidentado y llevándolo a una artesa para que enjuagara su dedo ensangrentado; mientras otra de las hermanas iba a su casa a buscar algo con que curar la herida.
Todo ello en medio del llanto que, tras estancarse la sangre, seguía ya no tanto por el dolor, sino por la incertidumbre de los reproches de nuestra madre que andaba en la casa de nuestra abuela materna a un par de cuadras de la nuestra.
Por nuestra cabeza se pasaban las ideas más pesimistas; pero a estas alturas -creemos- que no pasó a mayores, pues no recordamos ni correazos ni varillazos ….; sino las bromas por un buen tiempo de nuestras vecinas que eran muchachas ya mayores, y que cada vez que nos veían, nos recordaban aquella tarde de “hacer helados” …
La cicatriz en el dedo – después de más de 60 años- es el fiel testigo de esa aventura haciendo helados ….

(*): Miss Mundo, 1978

Fotografías: Archivos “pichilemunews”/Internet