Fuente: www.pichilemunews.cl – Por: Jaime R. Sepúlveda V. – 03.03.2024
- Siempre he pensado que nuestras vidas son en parte construidas por el regalo de muchas otras vidas, cada persona que nos conoce y nos entrega de su amor o amistad nos ha ayudado, con su propia vida, a construir nuestra historia.
Creo que fue una tarde de abril, eran mis primeros años de escuela por allá a principios de los 70 y me afanaba en terminar mi tarea pegando recortes en mi cuaderno de croquis. Teresa, mi tía abuela, junto a la cual me había criado en mis primeros años, una mujer de pelo cano y riguroso moño de tomate, con la espalda encorvada por el duro trabajo y el paso de los años, había culminado una de sus labores habituales que consistía en lavar la mantelería de un céntrico hotel.
Aquel día, servilletas y manteles hirvieron en el patio de la casa en sendos tarros, de esos que contenían la manteca, hasta quedar blancos como la nieve, fueron secados por la suave brisa del otoño, planchados, rigurosamente doblados y finalmente conformaron un gran saco confeccionado con un paño anudado en las cuatro esquinas.
El bulto, en menos de un suspiro, terminó sobre la cabeza de mi tía y con el emprendió su camino en la empinada subida que nos separaba del centro del pueblo. Caía la tarde y las luces de la calle nos indicaban que terminaba el día. La tía Teresa ya estaba de regreso, había recibido en pago algo de dinero y un poco de comida sobrante de la cena del hotel, también traía una revista de papel couché, de esas que abundaban en la recepción de los hoteles.
“Esta noche cenaremos comida de hotel”, expresó en tono jovial, mientras yo aún buscaba recortes para mi tarea. La revista fue el insumo perfecto para terminar mi labor, sus hojas contenían imágenes de lugares lejanos y personajes de la socialité de aquella época. Una imagen en particular llamó mi atención y mis tijeras rápidamente dieron cuenta de ella terminando pegada con goma en una hoja de mi cuaderno, era una fotografía nocturna de un edificio con grandes arcos iluminados, se trataba del Metropolitan Opera House en la ciudad de Nueva York. Por alguna extraña razón, que aún no alcanzo cabalmente a comprender, lo que sucedió aquella tarde y la imagen de mi recorte quedaron grabados para siempre en mi memoria, como un recuerdo imborrable que me acompañó durante toda la vida.
Transcurridos los años formé parte de un pequeño grupo de jóvenes, quizás niños, que a temprana edad tuvimos la oportunidad de migrar de Pichilemu buscando mejores oportunidades en nuestra educación, sin la conciencia plena de lo que significaba aquello. Quizás a los 14 años aún no estás preparado para dejar atrás a tu familia…tal vez nunca lo estamos.
Santa Cruz
Mi educación media transcurrió en el Instituto Regional Federico Errázuriz en la comuna de Santa Cruz, entre viajes en tren que me convirtieron en un testigo privilegiado de su deterioro y desaparición, entre viajes en bus en un camino sinuoso, polvoriento y pedregoso que transformaba cada viaje, sobre todo en invierno, en una aventura. Siempre me impactó ver subir a los niños de sectores rurales en el camino, en particular aquellos de la escuela de Los Valles, con sus caritas curtidas por el frio del invierno me hacían sentir, pese a mis propias precariedades, como alguien que era muy afortunado, siempre soñé en mi ideario juvenil que algún día volvería y les regalaría a todos un abrigo como el que yo tenía.
Mis años de enseñanza media fueron extraordinarios, conocí gente maravillosa proveniente de toda la zona, mis profesores se dieron a la tarea de educarnos en todo el sentido de la palabra. Allí conocí a mi maestro de música sin sospechar que aquello marcaría el derrotero de mi vida. Con él aprendí a reconocer las primeras notas en un pentagrama y a intentar darles vida con mi flauta dulce, fui también invitado a participar del canto coral, una dimensión hasta ese entonces desconocida para mí.
Me convertí en el primero de mi familia en intentar ingresar a la Universidad. En aquellos años la oportunidad sólo estaba en lograr quedar en alguna universidad estatal, las únicas que existían en aquella época…y lo logré en un lejano norte de Chile, no lo pensé demasiado, no había espacio para dudas, había muchos hermanos que también se debían educar.
Antofagasta
Mis años universitarios transcurrieron en la ciudad de Antofagasta, siempre pensando que estaría de paso, Servicio Social fue mi carrera y el canto mi expresión artística, con el coro de la universidad recorrí gran parte del país, acompañado de mi guitarra, peñas y encuentros estudiantiles también fueron la dimensión más contingente de una época de cambios. En ese mundo, el artístico, conocí a Alejandra, la que sería mi compañera de vida, una violonchelista de la Orquesta de Cámara de la universidad y primer violoncello de la Orquesta Sinfónica de Antofagasta, mi vida inevitablemente continuaría ligada a la música.
Llegaron los hijos, el trabajo, y mi estadía en la ciudad de Antofagasta se convirtió en indefinida, mi vida laboral estuvo ligada casi 20 años al trabajo con la primera infancia vulnerable, quizás tenía una deuda que saldar con aquellos niños que había dejado atrás en un lejano Pichilemu.
La crianza de nuestros dos hijos estuvo inevitablemente marcada por la música. Aprendieron de sus secretos junto con aprender a hablar, tempranamente ambos incursionaban en la interpretación del Violoncello y en el canto. Conformaron orquestas estudiantiles y los escenarios fueron su patio de juegos, el mayor derivó finalmente en la ejecución del Oboe y el menor en el Saxofón, uno en el mundo sinfónico el otro en el popular.
Hace algunos años y en el marco del estallido social, Ricardo, el menor, fue el joven que el día 25 de octubre del 2019, después de una extensa jornada de protestas, recorrió en solitario las calles humeantes del plan de Valparaíso interpretando con su saxo “El Derecho de Vivir en Paz”, su valiente gesto daría la vuelta al mundo, ese fue uno de los días en que sentí que podía morir tranquilo.
Nueva York
Eduardo, el mayor, eligió el camino sinfónico, tempranamente ingresó al conservatorio de la Universidad Católica y posteriormente al de la Universidad Mayor, fue primer Oboe de la Orquesta Sinfónica Nacional Juvenil durante dos años y en ese contexto integró la primera orquesta juvenil chilena que viajó y actuó en grandes escenarios de Europa.
Su maestra de conservatorio, una destacada oboísta norteamericana, convencida de su talento, lo preparó para audicionar en los principales conservatorios de los Estados Unidos, a los 20 años ya estudiaba en Oberlin College, el conservatorio más antiguo de dicho país, continuaría sus estudios profesionales en el Instituto de Música de Cleveland, cuna de grandes artistas, para finalmente ser becado por The Juilliard School, una de las más famosas e importantes escuelas de arte del mundo, en la ciudad de Nueva York, donde desarrollaría su maestría en Oboe.
Fue justamente la tarde en que se graduó en el Lincoln Center en que recibió una particular petición, le solicité que se fotografiara con su título en uno de los edificios de aquel lugar, bajo los grandes arcos del Metropolitan Opera House. Me preguntó por qué, le prometí que algún día se lo contaría, seguramente lo haré cuando lo vuelva a abrazar. Estaba parado bajo esos grandes arcos de mi recorte, los de aquella lejana tarde que guardé por siempre en mi memoria.
Habían transcurrido 50 años desde aquel momento y uno de los nuestros estaba allí, no como turista, sino como un talentoso músico, Master en Oboe, nada más y nada menos que de la Juilliard School…, mi vida cerraba un ciclo, aquel extraordinario logro de uno de mis hijos era el corolario de los esfuerzos de dos generaciones, los sacrificios de la tía Teresa, de mi entrañable madre, mi padre mojado hasta los huesos haciendo su trabajo en aquellas noches de temporal, mi desarraigo temprano en búsqueda de un mejor destino afloraron a borbotones como recuerdos en mi memoria, con mis ojos húmedos incliné mi alma y honré la vida de aquellos que ya no estaban...también agradecí a la mariposa, que aquella lejana tarde de abril, había batido sus alas con fuerza en un pequeño pueblo con mar… nuestras vidas son en parte construidas por el regalo de muchas otras vidas.
(*): El autor de este hermoso y sintetizado relato, es el hijo mayor de un matrimonio que se formó en Pichilemu, el de una de sus hijas: Ana Vargas López y Victorino Sepúlveda Contreras (sureño); el recordado “Chispita”. Un destacado trabajador que daba el 1000% en su duro trabajo, unido a una voluntad de oro y un trato afable, respetuoso con todos y que le granjeó las simpatías y cariño de toda la comunidad.
Sin duda, aparte del orgullo que han ido experimentado -en el lugar que están- una leve sonrisa al menos al enterarse de esta leve mención.
Y, por cierto, agregar que -como otras familias- varios otros profesionales -que ejercen en Pichilemu- siguieron al hermano mayor en otros ámbitos.
Fotografías: Álbum personal de JSV