PICHILEMU: CUENTOS Y LEYENDAS DE OTROS TIEMPOS
Fuente: www.pichilemunews.cl – Por: Ramón Lizana Galarce (*) – 16.11.2024
A través de la tradición oral y en forma repetitiva existen muchas leyendas que han quedado grabadas en el subconsciente colectivo, las mismas que con el correr del tiempo han ido desapareciendo como consecuencia de la escasa aceptación que muestran las nuevas generaciones.
Tales leyendas ocurridas en Pichilemu y sus alrededores surgen de la construcción de una situación acontecida en algún momento, la misma que adornada mientras se transmite va sufriendo alteraciones hasta convertirse en algo irreal, fantasmagórico y legendario.
EL PERRO NEGRO
Saliendo de Ciruelos con dirección a Pichilemu por la cuesta misma que serpentea aproximándose a los Cruceros, allá por las frías noches de invierno cuando arrecia el viento del norte y los pinos se protegen afirmándose entre ellos para no irse por las laderas, aconteció que Don Humberto montado en su brioso caballo negro cubierto con un gran sombrero de ala ancha y una gruesa manta de castilla negra para protegese de la lluvia y el frío, mientras retornaba al pueblo de Ciruelos le sucedió que ya bajando la cuesta, por de pronto su caballo se encabritó al ver en medio del camino un gran perro totalmente negro con sus orejas paradas y de ojos brillantes que apuntaban directamente a los ojos de él. Gruñía mostrándoles sus afilados colmillos impidiéndoles el paso.
Don Humberto que había escuchado a más de algún abuelo tal historia, atinó a no mirarle a los ojos manteniéndose quieto por un largo e interminable rato hasta que el perro desapareció de la misma forma como se había presentado ante él. Quienes sabian de ese perro, decían que era la muerte misma que cautiva con su mirada destrozándoles la vida ahí mismo a quienes osan enfrentar su mirada penetrante y mortífera.
Pasado el tremendo susto frente a la muerte, Don Humberto continuó su camino a todo galope directamente a la Iglesia de Ciruelos a encomendarse al santo patrono San Andrés con rezos y plegarias por el resto de su vida.
EL BORRACHITO
En Pichilemu, antiguamente los velorios se realizaban en la misma casa del difunto. Se preparaba una pieza, el comedor o bien la galería del inmueble, colocando alrededor del féretro sillas para acomodar a los familiares y amigos que asistían a despedir a esa persona que partía de este mundo. El velorio se acompañaba con la atención de vino, café, además de la comida y el consomé que se repetía durante la noche mientras se rezaba el rosario una y otra vez hasta quitarle todos los males al difunto y mandarlo derechito para el cielo.
Ocurrió que en una oportunidad mientras se realizaba un velorio, un despistado borrachito pasado de copas ingresó al comedor donde se velaba a un amigo de su infancia. Se acomodó en una silla hasta que el cansancio lo dominó quedándose profundamente dormido. Después de unas horas, despertó escuchando la plegaria:
"que Dios lo saque de pena y lo lleve a descansar".
"que Dios lo saque de pena y lo lleve a descansar".
"que Dios lo saque de pena y lo lleve a descansar".
El borrachito levanta la cabeza y repite: "claro, por lo trabajador que era el ......", dejando atónitos a los familiares y con la risa a flor de labios de los demás asistentes.
LA GALLINA CASTELLANA
Hubo en Pichilemu una época en que era repetido por la juventud del momento entrar en los gallineros de los vecinos y sustraerles lo que estuviere más al alcance. Salian con pollos, gallos, gallinas y hasta con las ponedoras, sin desmerecer más de algún pato que se les cruzaba en el camino.
Se sabe de gallineros que fueron víctimas de ciertos personajes que no escatimaban ningún reparo en visitarlos ya sea de familias domiciliadas en el sector El Llano, El Bajo, Infiernillo, a Pavez Polanco y Pichilemu Centro. Se entendía como una humorada, pero lo cierto es que de igual forma servía para compartir mientras se deleitaban con una sabrosa cazuela servida cuando ya alcanzaba la medianoche.
Aconteció que en una de esas tantas veces y estando de visita un grupo de amigos en la casa de uno de ellos, vieron que por el patio cacareaba y picoteaba el suelo una hermosa gallina castellana. Después de acordar la aviesa mal intención, dos de ellos ingresaron por el portón de la calle y en un dos por tres agarran la gallina y vuelven con ella ingresando por la puerta principal.
Llamaron a la dueña de casa, Doña Luisa, y le piden por favor que les prepare una exquisita cazuela. Ella con una voluntad de oro se va a la cocina con la gallina, calentado una gran olla con agua para quitarle las plumas. Mientras la iba pelando miraba por el ventanal que daba al patio repitiendo: "que cosa no, yo también tengo una castellana y no la veo por ningún lado".
Pasaron las horas, hasta después de haber disfrutado la exquisita cazuela que todos se retiraron del lugar mientras Doña Luisa seguía paseándose por el patio buscando a su adulada gallina castellana.
UN DICHO DE MAL GUSTO
Allá por los tiempos idos en los pueblos de Chile las autoridades siempre eran aquellos que ejercían un cierto cargo que sobresalía ante la comunidad. Estaba el sargento encargado del retén policial, el cura de la iglesia, el alcalde y sus regidores, el juez de policía local, el oficial del registro civil, el tesorero comunal, el director de la escuela y el jefe de bomberos.
Sobre ellos recaía la responsabilidad del buen andar del pueblo y de la representación como autoridades en los actos públicos como el día de las glorias navales y también las fiestas patrias.
Aconteció que, en una oportunidad un conocido personaje del pueblo, el Pato, muy querendón por su simpleza y alegría, tuvo la mala ocurrencia de pasar por la casa de una de esas autoridades.
Don Mario, como autoridad leía distraídamente el diario en el patio que daba a la calle y viéndolo el Pato tan absorto en la lectura atina a decirle: "¿así te ganas la plata ratoncillo?, "¿así te ganas la plata ratoncillo?". Ese dicho de mal gusto fue motivo suficiente para que la autoridad llamara a la policía y el pobre Pato fuera a parar al retén policial y luego trasladado a la cárcel de Santa Cruz.
CUENTO DE BRUJAS
Por Buenos Aires, próximo a Chacurra en una casa aislada vivía la familia González. Es gente de campo que vive de las cosechas del trigo, de la siembra de papas y de una que otra hortaliza y algún fruto que ha crecido por consecuencia natural.
En la temporada de verano las hijas e hijos se van al pueblo a trabajar como empleadas domesticas y para los mandados en las residenciales, hoteles y lugares de atención al público. La idea es obtener algunos pesos para ayudarse en el invierno, considerando que sólo en la época de verano llegan los veraneantes y pasado ese tiempo los ingresos escasean por falta de trabajo.
Ocurrió que, a la casa de campo llegó una viejecita que pareciera andaba extraviada. La familia González como gente de campo bondadosa y amable la invitó a pasar y luego de entablar una amena charla, la invitaron a quedarse.
Por el fin de semana se aparece la Rosa que venía con permiso de la residencial donde trabajaba. Le presentan a la viejecita y ya por la noche, luego de empatizar entre ellas, la viejecita le confidencia que esa noche tiene un aquelarre en la cueva de Salamanca y si quiere acompañarla. La Rosa ignorante de esas cosas acepta y comienzan a prepararse.
Se desnudan y se embetunan todo el cuerpo con una crema y luego se recubren con plumas de gallina. Posteriormente inician un vuelo, pareciera que, en una escoba, de alta velocidad hasta la cueva de Salamanca. Dentro de la cueva, en una larga mesa con su respectivo menaje y todos los cubiertos de oro y plata. Casi un centenar de brujos y brujas se aprestaban a iniciar el aquelarre liderado por un imponente macho cabrío ubicado sobre una especie de altar desde donde invocaba al Maligno, pidiéndole le cumpla las extravagantes solicitudes a los brujos y brujas allí presentes. Pasado el ritual, comienza un desenfrenado y bullicioso baile que se extiende por largas horas hasta quedar todos extenuados.
Antes del amanecer se aprestan a volver no sin antes la Rosa agarrar una cuchara recubierta de oro para llevarla de recuerdo. Ya en la casa de Buenos Aires se limpian el cuerpo y se echan a dormir hasta entrada la mañana que es cuando la Rosa va en busca de la cuchara de oro, encontrándose que no es más que un cacho de cabra. La viejecita esa misma mañana desapareció no volviéndose nunca más a saber de ella.
(*): Profesor Universidad de Concepción.
Nota: Formado en esa casa universitaria penquista.
Fotografías: Colaboración especial de Julio González Barra